lunes, 26 de octubre de 2009

El Barman de Novecento

por David Gistau

publicado en El Mundo

Cuando cerró Balmoral y tapiaron la puerta con ladrillo, uno pensó que algunos habituales habrían preferido quedarse dentro y compartir el destino terminal del bar, igual que el pianista de Novecento con el trasatlántico del que jamás desembarcó. A cierta hora, Balmoral era un bestiario de la calle Serrano que contenía todos los modos posibles de anudar una corbata y de mezclar un cóctel. Pero, pasado el cabo de Hornos de la medianoche, con permiso ya para anillarse la oreja, Balmoral se convertía en otra cosa, en una guarida que ha influido en muchos escritores y periodistas que hacían la mili de las letras en Madrid. Tan flexible era el encuentro de generaciones, que en la misma barra, según dónde pegaras la oreja, lo mismo podías oír hablar de la última novia que de la última prohibición del médico, de los primeros renglones publicados o del premio a toda una vida. Y, siempre, de intrigas, de artículos, de toros, de pintores, de fútbol, de munición para antílopes, de vanidades, de plegarias atendidas y de malditos con gabán.

Balmoral cerró, y aquel grupo de los habituales se dispersó de tal forma que muchos ni siquiera volvieron a verse jamás, tal vez porque no recordaron que era el bar lo que les había permitido ejercer la amistad durante años sin haber cambiado siquiera los números de teléfono. Siempre confiados al encuentro. A los dos barman, Manolo y Agustín, se les encomendó la misión de encontrar un hueco en Madrid donde refundar Balmoral como si se tratara de uno de esos castillos que los magnates americanos trasladaban piedra a piedra. Entonces, bastaría con incorporar la nueva dirección al piloto automático para recuperar la Isla Tortuga de los que acababan de entregar el folio. Agustín lo intentó con un bar que se llamó Angus. Pero hace apenas unos días, le encontraron muerto en su casa, casi como si hubiera escogido quedarse dentro cuando tapiaron la puerta de Balmoral. Con él termina la historia, no lo bastante contada, de un rincón de Madrid equidistante de Ava Gardner y la Movida, de Foxá y Loquillo. Y no queda más remedio, ahora sí, que buscarse otro bar.

A Agustín, un cascarrabias que reía como el Lindo Pulgoso, un cocinero que guisaba en marmitas como las de la bruja, un ángel custodio que se quedaba con las llaves del coche de los muy bebidos, Ruiz Quintano siempre le recordará corriendo el cerrojo para dejar salir a los últimos de la noche. Y a lo mejor eso nos vale para imaginar cómo será el acceso al Más Allá de los bebedores: no un barquero como Caronte, sino un barman como Agustín que, mientras ríe áspero con las cejas circunflejas, abre la cancela a quienes habrán de quedarse dentro.

El oso, el madroño y el ángel dorado

Podría fulminarte con mi mirada y con mi cigarro
Donde el autor sale de paseo en domingo por las calles más turísticas de Madrid.


por Ambrosius


"Me estoy tomando un medicamento fortísimo y si vivo, me quedan todavía cinco años más", escucho decir a un hombre ligeramente obeso que camina acompañado de dos señoras ancianas por la plaza de Jacinto Benavente. La siguiente frase que registro es más diáfana: un niño pequeño vestido de domingo, con unos pantalones rojos subidos casi a la altura del cuello, camisa de cuadros por dentro, habla en una cabina de teléfono, junto a su madre. "Abuela, te llamo desde una cabina de teléfonos". Habla casi de puntillas.

Madrid en domingo, alrededor de la Plaza Mayor y la Puerta del Sol, más inhóspita que nunca después de casi diez años de obras. Han cambiado la estatua del oso y el Madroño de sitio, y cuando paso junto a su antigua ubicación veo a una familia de turistas mirando el vacío insólito.

Las estatuas humanas que se mueven cuando les echas una moneda, el hombre que hace musica frotando copas, el bar del bocata de calamares, la tienda de souvenirs con banderas españolas y toreros, un chino vestido de orangután se quita la cabeza de orangután y se fuma un cigarro sentado sobre los adoquines de la Plaza Mayor.

Las estatuas humanas que se mueven cuando les echas una moneda: el vaquero junto al banco Bankinter y un ángel dorado que flota en el aire. Pero flota de verdad. No se ve el truco por ninguna parte. No se ve la escalera o la silla sobre la que debería estar sentada. Cuando termina su número se sienta encima de una escalera y fuma un cigarro con caladas muy espaciadas. Mira muy fijamente a su manager, o mago, o chulo, que luego, una vez iniciado el espectáculo, se sienta en un portal cercano a bostezar.

Alrededores: una marina impresionista junto a una de los soportales de la Plaza Mayor, rodeado de filatélicos y dibujantes de caricaturas. Tres rubias jóvenes desoladas en la terraza de la chocolatería San Ginés. Habrían leído algo prometedor en su guía de viajes y se encuentran en un callejón poco pintoresco, atendidas por un camarero antipático. Posiblemente avergonzadas. La estafa y el cansancio, la maldición del turista.

¿Y qué tiene de malo el turismo? ¿Y las tiendas de souvenirs? ¿Y las estatuas humanas, sobre todo cuando flotan en el aire y visten de ángel dorado y por muchas vueltas que des alrededor no eres capaz de descubrir el truco? ¿y el hombre que hace música frotando copas de cristal? ¿Y los pastores que una vez al año vienen a Madrid con sus ovejas para salir en los telediarios del domingo? ¿y los mesones con forma de cuevas donde viejos con pajarita sirven tortilla, sangría y croquetas?

Y ahora, ¿dónde queda la gente cuándo queda en el oso?


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